En octubre de 2013, la
inflación española se ha situado en el -0,1%, la primera tasa negativa
desde hace cuatro años –en particular, desde octubre de 2009-, lo que significa
que el coste de una cesta de la compra “típica” se ha abaratado ligeramente en
el último año.
Entre los grupos que más contribuyen a esta caída se encuentran las Comunicaciones (-7,5%), el Transporte (-2,1%, por la caída en e l precio del petróleo), el Ocio y la Cultura (-0,8%) y los gastos asociados al mantenimiento de la vivienda (-0,2%), todos ellos con tasas negativas que asociamos al abaratamiento citado anteriormente. En cambio, se aprecian ciertas tensiones inflacionistas en Bebidas alcohólicas y tabaco (con un encarecimiento del 5,9%), Enseñanza (2,0%) o Alimentos y bebidas no alcohólicas (+1,6%).
Esta evolución resulta llamativa por que la inflación se ha recortado más de dos
puntos en solamente cinco meses –en parte por la distorsión
generada por la subida del IVA en septiembre de 2012-. Así, ha pasado del
2,1% de junio al -0,1% actual. Incluso si consideramos la llamada inflación
subyacente –que elimina los factores más volátiles como alimentos no elaborados
y productos energéticos-se observa que la tasa es muy moderada –aunque positiva-.
Ante este escenario, algunas
voces argumentan que España se está adentrando en un proceso deflacionista.
La deflación se interpreta como una tasa de inflación
generalizada en todos los bienes y servicios, tal como aprecia Guillermo
de la Dehesa. Algunas definiciones
más técnicas, como la que hace el FMI, exigen caídas de, como mínimo, dos
semestres consecutivos en los precios.
Atendiendo a la teoría económica, una situación de deflación es ciertamente peligrosa porque, en caso
de darse, tiene efectos muy negativos: los consumidores retrasan sus decisiones
de compra al futuro porque serán más baratos. Entonces, se produce una caída de
la demanda de los hogares –que esperan para comprar cuando los precios bajen-,
lo que a su vez origina una menor producción de bienes y servicios para
acomodarse a esa menor demanda. En consecuencia, como se produce menos se
necesita menos mano de obra, lo que lleva a despidos y a un aumento del paro.
Todo ello genera un deterioro de la
economía -que puede desembocar incluso en una recesión-. Al aumentar el paro,
disminuye la capacidad adquisitiva de los hogares, que hará caer todavía más su
demanda de bienes y servicios, profundizando de este modo la recesión y el
crecimiento del desempleo. El círculo
vicioso ya se ha creado.
Aun así, algunos
economistas relativizan estas consecuencias en los descensos de precios de
algunos productos. Así, Xavier
Sala-i-Marti señala que “la gente se gasta ingentes cantidades de dinero en
ordenadores, teléfonos inteligentes y videojuegos a pesar de que hace ya muchos
años que los precios de esos productos caen de una manera vertiginosa año tras
año”.
Pero, en general,
puede considerarse que la deflación es negativa para la economía y el empleo.
La cuestión radica, por tanto, en discernir si España estaría sumida en una deflación. En realidad, no
parece que sea así. En primer lugar, porque no acumula varios años
consecutivos de caídas de precios –primera condición necesaria-, como sí ha ocurrido en Japón recientemente, en Estados Unidos varias veces en el siglo
XIX, o en Hong Kong a finales del siglo pasado. En segundo, porque no se da una
caída generalizada de los precios –segunda condición-, sino que se limita a
unos pocos bienes y servicios (como hemos visto más arriba).
Por tanto, lo que está ocurriendo en España se asemeja más a
una desinflación (moderación en el
ritmo de crecimiento de los precios o pequeños descensos temporales) que a una
deflación.
De hecho, si estos resultados se trasladan a los precios de
exportación, incluso permitiría mejorar
la competitividad de los productos españoles en el exterior, lo que contribuiría
a mejorar el crecimiento económico –al contrario de lo que habitualmente ocurre
en los episodios de deflación-.
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